Víctor del Río
 
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Textos sobre artistas Textos sobre artístas  > Documento, objeto y superficie. Tres aspectos de la imagen en Darío Villalba.
 
 
 

"Documento, objeto y superficie", en Lápiz. Revista internacional de arte, año XIX, 2001, n.º 172. pp.: 40-51.ISSN: 0212-1700.

Documento, objeto y superficie. Tres aspectos de la imagen en Darío Villalba.
Víctor del Río

El CGAC presenta desde el 22 de marzo una exposición sobre la obra de Darío Villalba que se centra en una parte de su producción poco conocida hasta la fecha. Se trata de los “Documentos Básicos” que constituyen actualmente un corpus de cerca de 2000 obras y cuyo número seguirá aumentando dado que se trata de un proyecto indefinidamente en progreso. La exposición de Santiago de Compostela es la primera que aborda en su conjunto esta producción. Algunas de las imágenes de este archivo personal de Darío Villalba habían aparecido en exposiciones anteriores, pero nunca se habían presentado en exclusiva como un bloque autónomo.

La exposición se solapa en el tiempo con la que se inauguró el 6 de marzo en la galería Luis Adelantado, con el título Núcleo, y con la retrospectiva que tendrá lugar en el Kursal de San Sebastián a partir del 6 de abril, con el título Autosabotaje y poética del lenguaje. Este apretado calendario de exposiciones, entre las que se incluye una revisión general de su obra, obliga reconsiderar el papel de uno de los artistas españoles de mayor proyección internacional y, quizá el más destacado de su generación en el manejo de la problemas conceptuales y plásticos de la imagen.

La exposición del CGAC tiene un interés añadido porque con ella se posibilita el retorno de las imágenes que han operado como un núcleo radioactivo durante todo este tiempo en la obra de Darío Villalba. Es quizá un momento privilegiado para encontrarnos con una parte en cierto modo oculta de su trabajo.

Documentos básicos

Habría que definir el conjunto de los “documentos básicos” como un proyecto de acumulación de imágenes  Recortes de prensa, tomas frontales de los personajes que rondan los parques londinenses, arboledas y ramas, piscinas públicas, acumulaciones de público, cráneos rapados, maniquíes y muñecas, partes de esculturas clásicas, transparencias, escaparates, automóviles, flores, telas... La recogida documental de estos elementos seguiría el orden oculto de un principio de transgresión, de transferencia hacia otra imagen implícita, más cercana al subconsciente o a la obsesión. Todos aquellos elementos que contienen una posibilidad de transmutación o de deformidad son requeridos en estas apropiaciones. Se trata de una labor que sigue un esquema regular e inalterado desde hace años. Darío Villalba lleva recabando iconos desde los comienzos de su carrera. Cada cierto tiempo viaja a Londres (en alguna ocasión ha sido Berlín el escenario) con la intención de recargar ese almacén de imágenes. La caza se realiza en breves estancias de uno o dos meses. Se trata de un período que el artista considera vacacional, sin embargo, sirve como una sistemática elaboración de su diario y se constituye como un momento germinal de su obra. La recolección y la recurrencia de los temas son el primer estadio de su trabajo.

Los primeros documentos básicos son una serie bastante reducida de imágenes que constituirán durante muchos años la iconografía elemental y la seña de identidad artística de Darío Villalba. En ellos reconoceríamos todas sus obras clásicas. Son fotos que, en su gran mayoría, no toma personalmente sino que son exhumadas de los archivos de algunas instituciones psiquiátricas de Londres. En este momento se persigue una constelación de iconos que den cuenta de las pulsiones psíquicas personales del artista. Busca un reflejo de espíritu o de ánimo en la imagen apropiada. Busca paradójicamente el encuentro. El impulso compilador está ya muy presente en este primer rastreo, y en cada una de las capturas se produce una trasferencia de contenidos anímicos a esos documentos. Posteriormente podrán servir (o no) para elaborar una obra de gran formato. El estatismo de la fotografía, su basicidad plástica, sirve como continente estético y simbólico de las pulsiones que podrían haber movido al artista hacia la pintura, sustancialmente son ya pintura. Darío Villalba describe esta serie de imágenes primigenias como huellas que actuarán en su memoria poética. El emblema imprime un recuerdo, tiene una emanación propia. En esta época se generan los personajes clásicos y que él mismo reduce a 7 u 8: El místico, La oración, El atrapado, Marisa, Margot, Los pies, El enfermo, Jones... Durante una década estas imágenes reaparecerán continuamente bajo diversas máscaras.

Hacia 1975 se da un momento de inflexión en este procedimiento. Hasta esa fecha se reciclan las mismas bases de imagen fragmentadas, ampliadas o tratadas de diversas formas. Pero después, y progresivamente hasta nuestros días, el impulso prolifera hacia una captura masiva de imágenes nuevas. El espectro de intereses se abre. Hacia 1980, Darío Villalba es plenamente consciente de la necesidad de recopilar ese material. Llevará a cabo una ordenación cronológica, aunque las imágenes están presentes acronológicamente a lo largo de toda su obra. 1980 Es el año en el que el artista recupera los documentos primitivos sobre los que ha estado trabajando durante mucho tiempo. Él mismo declara: «Mi limitada iconografía se ve ampliada, en estos dos últimos años, al recuperar los archivos y las fotografías realizadas por mí a mediados de los sesenta, que se encontraban en la colección privada de Gloria Kirby, quien ha tenido la generosidad de cedérmelos. Estas fotografías revelan mi deuda estética con Londres como ciudad que genera fuertes tensiones creativas en mi ánimo.» 1 A partir de ese momento se renueva la voluntad de captura. Hacia principios de los noventa aparece el color, introduce esta variable desde una renovada búsqueda de tensiones térmicas.

Estas imágenes tendrán siempre la prioridad de un origen, se constituirá como apriori de toda su actividad posterior. El documento, en su constitución previa, prefigura, a través de sus formas, el signo de las actuaciones, determinará la orientación de los gestos, los vertidos, las manchas con las que el artista interviene sobre la estructura dada de la imagen. Este principio aporta la superficie ritual que da lugar a la acción. Para Darío Villalba se inicia en cada obra un diálogo entre el azar del encuentro en la imagen y la voluntad transformadora de la pintura. A veces esa voluntad podría calificarse de “transgresora”, incluso de “agresiva”, señaladora del substrato oculto, del gesto, del límite ambiguo de la imagen. En la dialéctica los términos se transmutan, y la instantánea puede estar urdida desde el artificio mientras que la pintura se hace puro azar en su devenir líquido o en el accidente. La regularidad del formato de las fotografías (18 x 24), la puntualidad de sus visitas a Londres, el hecho mismo de que todas las imágenes procedan de estas salidas al extranjero (con predominancia clara del paisaje humano y objetual de Londres), todo el complejo de detalles que rodea su producción, habla de un carácter marcadamente ritual.

En los documentos básicos las fotografías se agrupan en series a partir de sutiles variaciones de un mismo motivo o con intervenciones diversas sobre varias copias de una misma imagen. Estas intervenciones suelen ser pictóricas y se llevan a cabo con todo tipo de materiales: lacas, acrílicos, barnices o, incluso, incidiendo directamente en el papel con desgarros y ralladuras. Se trata siempre de actuaciones sobre la superficie fotográfica. No existen juegos con el revelado en papel o con otros momentos del positivado puesto que Darío Villalba no interviene en ese proceso. Encarga el trabajo a otros profesionales y limita su trato con tales técnicas a la recolección y selección de las instantáneas que salen de sus carretes. El documento básico se plantea, por tanto, como un proceso de recogida y acumulación de imágenes, no afectado por las determinaciones del medio fotográfico, sino por el contenido visual. El carácter acumulativo adquiere tanta importancia como las preferencias icónicas más o menos acusadas en su trayectoria. La captura de estos espacios plásticos iniciales incluye la apropiación de elementos mediáticos y, en especial, la descomposición de la imagen en el fragmento. En esta búsqueda de la parte como forma autónoma, oscuramente relacionada con un todo desaparecido del encuadre, se hallaría algo de esa fijación por lo que el propio Darío Villalba ha denominado el “núcleo” 2 de la imagen.  En términos pictóricos podría haber una clave de selección tendente a hacer de la fotografía una imagen abstracta. Sin embargo, esta lectura no parece agotar la riqueza de significaciones que sugieren estas imágenes. En ellas el residuo del contenido figurativo, como alusión sorda, más o menos reconocible, sigue actuando en la mayoría de las ocasiones. Por ello, la incompleta opacidad del fragmento subvierte su forma hacia la interpretación engañosa, hacia los indicios equívocos y sugeridores. Las texturas se confunden haciendo derivar nuevos significados. Así un mechón de pelo combinado con el detalle de un pene amputado en una escultura de marmol configuran una imagen autónoma, cargada de un nuevo sentido. Darío Villalba profundiza en esas capacidades de connotación de la imagen. Ésta se presenta como auténtico receptáculo de vislumbres, de saltos semánticos, de atribuciones.

El objeto

Quizá las series de piezas mejor conocidas de Darío Villalba sean sus “encapsulados”. Sus diversas modalidades constituyen hoy una referencia histórica en la transgresión de los lenguajes y los géneros artísticos, así como en la contestación al panorama artístico de su tiempo dominado por las poéticas conceptuales y el pop. Su ambigüedad entre la imagen y la escultura recoge el fondo de aquellos debates. Por ello, abordar su evolución descubre con sorprendente claridad el signo de las transformaciones que estaban teniendo lugar y que aún hoy nos afectan. Muchos de los estudios en torno a la obra de Darío Villalba señalan como uno de sus momentos más importantes el tránsito entre lo que se ha denominado las “dos generaciones de encapsulados”. En ese salto, y en las transformaciones que sufren las obras presentadas bajo la estructura de cápsula, se encuentran algunas de las claves de interpretación necesarias para abordar el conjunto de su trayectoria. Él mismo describe así este momento: «Dentro de mi producción se merecen un apartado especial los conocidos objetos espaciales móviles, generalmente llamados encapsulados o crisálidas, en sus dos generaciones. La primera generación, de fuerte colorido, se realiza en 1968, aunque viene gestándose en mi imaginario desde principios de la década. Se exponen en la XXXV Bienal de Venecia, obteniendo un temprano reconocimiento internacional. Son esculturas con una pompa de metacrilato transparente, de un hiriente rosa fluorescente en su dorso, que protegen al individuo del mundo exterior.»

Más tarde describe la transición hacia esa segunda generación como un desvelamiento del substrato fotográfico: «Atravesé una profunda crisis y llegué a la conclusión de que en esta primera generación de encapsulados no queda clara mi intencionalidad; no veía la ambigüedad enriquecedora sino confusa. / Para realizarlos utilizaba imágenes encontradas en revistas, tiendas de segunda mano, o incluso archivos. Aunque la fotografía estaba allí (estaban pintados) era simple referencia. No veo claro en ellos la subversión del fantasma pop y decido, tajantemente, emplear, en el interior de los encapsulados, la fotografía sin apenas manipulación. La decisión es rotunda. Exagero el contenido hacia imágenes límites, con graduaciones anímicas, no solamente de raigambre trascendental, sino también analítica. Es evidente que no hay banalización de la imagen, sino todo lo contrario, es decir, utilizarla como una manera de contestar al espíritu del arte pop.» 3

Rainer Michael Mason planteaba la relación entre la distancia fotográfica y la intensificación emocional operada en la segunda generación de encapsulados. Esa mutación consiste en el recurso a la fotografía en blanco y negro frente a los colores pop de la primera generación. Mason dice: «El gesto de distancia fotográfica se encuentra paradójicamente unido a una elevación de potencia emocional...» 4 Es bastante obvio que la muestra sin interferencias del gesto, del rostro o el cuerpo, a través de la aparente neutralidad de la fotografía en los encapsulados, nos sitúa como espectadores ante algo más que una imagen. La obra se decanta hacia el carácter presencial del objeto. Es mayor la intensificación, si cabe, puesto que son “juguetes”(Según la primera denominación que reciben estas obras, “juguetes patológicos para adultos”) de grandes dimensiones donde las figuras se presentan individualizadas y rodeadas de una ampolla de metacrilato. La relación del recorte bidimensional con la pompa de plástico que lo rodea podría inducir alguna simbología en torno a la inaccesibilidad del dolor ajeno. Pero antes que todo eso la obra propone en su sintaxis una auténtica operación sobre los mecanismos receptivos de la imagen, aquellos que la definen como lenguaje. Alude a una peculiar ontología de la forma o del gesto en la superficie de la foto. Así es como el sentido, el ámbito de interpretaciones que sugiere la obra, está atrapado, como la imagen, en la complejidad de un giro del lenguaje. La distancia y el enfriamiento del gesto, la manipulación a la que es sometido el “personaje” que habita esa cápsula, son procesos que no aluden tanto a la realidad misma del dolor, la muerte o la enfermedad (manifestaciones extremas de lo otro), sino a la recepción imaginaria de ese mundo de visiones en que se manifiesta lo otro. Ésta sería la distancia entre el dolor mismo y el signo o el gesto estético, cifras de lo intransferible. Sólo asistimos al dolor ajeno desde la distancia, cuando no es posible un verdadero con-padecimiento, y esa es la trágica cristalización que opera el documento fotográfico sobre el contenido visual que recoge.

Una de las lecturas más interesantes del fenómeno de los encapsulados nos la aporta Miguel Ángel García Hernández con motivo de la exposición retrospectiva del IVAM en 1994. En este texto se interpreta la “cápsula”, no como algo exterior que limita y atrapa a un personaje, sino como la formalización de un problema interno a la imagen: «como metáfora de la proyección del plástico.» 5 Según García Hernández, la imagen no se presenta ya como rastro fotográfico de un ser humano, sino que se propone una reflexión sobre su textura plástica, sobre su carácter material. Coincidiríamos plenamente con esta lectura en algunos aspectos. La cápsula se nos presenta como una auténtica “inflamación” de la imagen, «desde dentro», hasta forzar su conversión en objeto. Es necesaria esa lectura inmanente, esa «mirada inversa», es decir, el cuestionamiento profundo de lo fotográfico. Sin embargo, sólo adquiere pleno sentido tal lectura desde una petición de principio, porque aquello que es negado como mensaje nuclear de la obra (el contenido figurativo y “personalizado” de la imagen) aparece dialécticamente, al final, como fondo significativo y participante. La negación de la fotografía, la “plastificación” desde la pintura o desde la escultura, carga, sin embargo, todo su potencial transgresor sobre la especificiadad de ese medio. Lo radical de la propuesta se hallaría precisamente en que este procedimiento novedoso de Darío Villalba mantiene activo el potencial iconográfico de la imagen hasta el punto de personalizar a sus encapsulados de segunda generación. Esto es constatable en el nombre genérico que Darío Villalba les da el participio alude a la personalización desde el atributo, algo tienen de “seres”. Solo se supera el estadio de los encapsulados rosa cuando aparece el blanco y negro, cuando se desoculta el gesto humano; ello transgrede también el posible tono pop de los anteriores intentos.

Todo ese cúmulo de decisiones desnuda semánticamente la imagen. Éstas esculturas pasan a ser personajes, constituyen toda una imaginería gracias a lo fotográfico; aun cuando se hayan destruido o alterado los cánones elementales de ese medio. En los encapsulados se suprime el encuadre, todo se reduce a la figura. Encuadrar es intervenir radicalmente sobre la realidad, es discriminar una parte, limitar, dar forma. Al suprimir el encuadre, es decir, el carácter contextual de la imagen, su capacidad de referencia a un paisaje, ésta queda objetualizada en la figura. Darío Villalba recorta con toda fidelidad su contorno, amplía los personajes, con sus rostros y sus cuerpos, y éstos quedan en relación directa con el mismo espacio que rodea al espectador. Pasan con ello a ser tridimensionales y expanden su propia superficie plástica. Invaden otro espacio simbólico que no es el propio de la imagen, sino del objeto. Pero, simultáneamente a su inflación, pervive el señuelo analógico de la fotografía, su capacidad de aparecer como referencia neutral a la realidad, a lo humano.

El procedimiento resulta impecable en su ejecución formal por esa perfecta ambigüedad, pero sólo a través de la consideración de esas virtudes connotativas puede entenderse, en nuestra opinión, la experiencia estética y presencial de contemplar un encapsulado. No se trataría, por tanto, de una lectura “expresionista” o “iconográfica” (según términos que propone García Hernández), sino de hacer notar la confluencia del gesto humano y de la imagen fotográfica como elementos constituyentes de la obra que, no sólo permanecen activos, sino que se potencian por esa manipulación.

Hay otras obras donde la ambigüedad entre imagen y objeto se muestra de manera comparable a los encapsulados: Hombre-A, (1993); Mujer recta, (1993); Cabeza-suicidio, (1993); Suicidio-Manta, (1993); o cualquiera de sus esculturas de suelo con El Enfermo, (1992) y con Metopa, (1992). En ellas la imagen también se hace objeto. En Hombre-A la perspectiva de la escultura, su posición espacial, redunda en la perspectiva de la imagen de un hombre maniatado y de espaldas sobre una camilla, y colabora en su dramatismo. La integra en el nuevo espacio escultórico haciendo útil su potencial y cuestionando, con la ambigüedad propia de lo artístico, la instancia misma de lo que es imagen ante la presencia del objeto. En estas esculturas, el papel o el lienzo arrugado, mantienen los activos dramáticos de la imagen, el espacio los apoya sutilmente y tiene dos funciones aparentemente contradictorias: por un lado, la de poner de manifiesto radicalmente la constitución íntima de esa imagen, su carácter bidimensional, su materialidad endeble e ilusoria, su trama degradada en la reproducción fotomecánica; y, por otro, la de generar un objeto cargado de significación en el que es indispensable el contenido figurativo de lo que vemos a través del papel arrugado. La agresión contra la imagen, la conciencia clara de que es “sólo eso”, una fotografía, colisiona con su contenido y con su disposición como objeto.

Solidificar la imagen como un elemento tridimensional tiene al mismo tiempo la virtud de hacer notar su liquidez, su adaptabilidad a cualquier continente. Estas obras son amasijos que encontramos en el suelo, junto al título se nos define la técnica como «Emulsión fotográfica y chatarra de hierro». La imposible combinación de estos materiales produce un híbrido de la misma especie que los encapsulados. La exploración de los distintos juegos con los significantes intenta recoger esa "radioactividad" de la imagen que permite su pervivencia como icono a pesar de una traumática conversión a la escultura. A través de los juegos con los significantes, sus manipulaciones, descubrimos la capacidad de transferencia de la imagen, su fuerza transgresora de cualquier contexto en el que se la ubique.

Autobiografía de la imagen es una exposición que se presenta en la Michael Hasenclever Galerie de Munich entre el 11 de septiembre y el 31 de octubre de 1992. Se trata de «34 obras hechas entre junio y agosto de 1992. Fotografías, cajas, esculturas, pinturas, piezas para suelo y polaroids. Están basadas en 4 imágenes básicas procedentes de 6 pinturas.» 6 Entre todo el complejo de esta obra encontramos una serie narrativa de excepcional valor para el estudio de las relaciones entre imagen y objeto en Darío Villalba. Se trata de “9 Polaroids on Metopa Sculpture”; “4 Polaroids on Metopa Sculpture” y dos imágenes tituladas “Darío Villalba with Sculpture on Metopa Boy”. En estas series asistimos a una verdadera relación de cuidado con la imagen inerte. El cuerpo del artista intenta reanimar, acompañar, recuperar, la figura estampada sobre el lienzo. Todo su dramatismo se asienta sobre el despliegue de un rito animista que busca superar la distancia entre los dos mundos. Reaparece así la ambigüedad entre el contenido figurativo de la imagen y su propia materialidad. La fragmentación de las polaroids reunidas en series sugiere claramente un relato. En la sucesión de escenas el artista, convertido en personaje, introducido en la escena de la que otras veces se excluyera, manipula y se afana  en una labor “ritual”. En este aspecto las imágenes parecen ir encaminadas a dejar constancia de una acción. Sin embargo, el discurso descompone de nuevo toda la escena y la somete a un nuevo tratamiento como imagen. Aparece de nuevo la pintura sobre cada uno de los capítulos.

De nuevo, como en los documentos básicos, asistimos al momento genético, aunque esta vez se nos muestra, de manera insólita, en el seguimiento de un proceso en apariencia accional. En el transcurso de su obra aparece esta nueva vertiente, puesta de manifiesto quizá a partir de 1992 con la citada exposición, que constituye un momento fundamental y recapitulador. Asistimos en los últimos años a un verdadero vuelco sobre el proceso creador, sobre el archivo y sobre la génesis misma de la imagen. Frente a la presencia final de la obra se nos muestra por primera vez un “lado oculto” de su producción: «Un cuadro es una presencia final, una imagen casi sagrada. Sin embargo, cada icono genera su propia autobiografía, casi interminable. Es todo aquello que está oculto tras el interior de una pintura, lo que el cuadro final sintetiza pero no muestra.» 7
Quizá haya llegado ese día. El suelo de imágenes presentes como memoria visual determina la constante recurrencia de su trabajo. Los emblemas adquieren una continuidad y hasta una biografía. Sufren sucesivos tratamientos, reaparecen, son requeridos en cada nuevo formato. Darío Villalba mantiene así una correspondencia constante entre el archivo de visiones, el conjunto de contenidos que le preocupan (el repertorio de figuras o la galería de monstruos), y el artificio de cada nuevo envase. El formato, la ortopedia, la acumulación de estructuras que se le aplican a la imagen renuevan en cada caso, a lo largo de toda una biografía artística, el significado de esos rostros conocidos: sus personajes. Existe una historicidad de la imagen, un devenir al que van siendo sometidos en todas sus manipulaciones. Darío Villalba cae en la cuenta, con toda lucidez, de que esa recurrencia, esa reaparición de un mismo elemento bajo estructuras inéditas, responde a un proceso autónomo. Y ese proceso generará sus propias imágenes. Podríamos aventurar que la notable apertura que ha sufrido en los últimos años el conjunto de los documentos básicos sería la mejor manifestación de la autobiografía de la imagen.

La superficie

Tal como nos muestra García Hernández, los encapsulados son una compleja reflexión sobre la “piel de la imagen”, sobre su relación epidérmica con el entorno. Se trata de un hito histórico, tanto en la trayectoria de este artista como entre las propuestas artísticas internacionales, y suponen una alusión directa a la superficie de la imagen como lugar generador de un conflicto igualmente histórico.

Darío Villalba define una parte de su propia poética sobre una frase de Andy Warhol que dice: «Si usted quiere saberlo todo sobre Andy Warhol basta con que mire la superficie de mis cuadros, de mis películas, de mí mismo. Ahí estoy. No hay nada debajo.» Villalba invierte el sentido de estas palabras para marcar las distancias de su obra con el Pop: «Con frase lapidaria, parafraseando el estilo de Andy Warhol podría escribir: “Si usted quiere saber algo de Darío Villalba no mire la superficie de mis obras, pues ahí insinúo; estoy osadamente soterrado, todo existe en el interior.”» 8

Pero, la capacidad de distanciamiento en el arte contemporáneo (tan bien aprovechada por el propio Darío Villalba), tiene una deuda histórica con el Pop como disolvente la “expresividad”. El expresionismo en el arte sería el residuo de una conciencia escindida entre un interior subjetivo y un exterior de formas, tal como ha indicado Federich Jameson. Es decir, el concepto de expresión, que el Pop erosiona con su radical enfriamiento y con sus técnicas apropiacionistas, se construía sobre una duplicidad idealista que afecta a todos los modelos interpretativos y poéticos de la modernidad: la fractura entre lo interno y lo externo, entre profundidad y superficie.

Por todo ello la citada frase de Warhol no hace sino enfatizar la idea casi fenomenológica de que todo se manifiesta en forma de una impenetrable superficie, más, si cabe, cuando nuestro mundo se transforma en un puzzle de imágenes diferidas. Esa conciencia de época incide en la imposibilidad de ir más allá de lo que materialmente constituye a la imagen, y es en esa afirmación extrema de la superficie donde se fragua la nueva distancia del arte.

¿Dónde se encuentra esa culpabilidad por el dolor ajeno que aparece al contemplar una imagen del horror? La visión siempre diferida aparece como dilema cuando ha de mostrarse una tragedia en imágenes. Al encontrarnos con la imagen descontextualizada y fría de una demente reconstruiremos en una respuesta nerviosa el relato de una marginalidad abstracta. La imagen funciona como icono, activa un ámbito de referencias que nos sitúa moralmente. Y, sin embargo, todo ese campo de alusiones no es más que una atribución receptiva, responsabilidad del espectador. Una de las claves de la obra de Darío Villalba será su capacidad para inducir lecturas de contenido a través de una exploración estrictamente formal de los mecanismos de la imagen. En Demente, el título funciona como un auténtico aviso literario. Refuerza la interpretación simbólica y predispone una determinada comprensión del motivo.

La imagen es autónoma, no depende de su referencia. Lo que hay detrás de las fotografías no es una persona sino un gesto humano, una huella. No hay una certeza de realidad por el hecho de ese registro. No vemos el sufrimiento sino como imagen, a través del filtro de su superficie, al resguardo de su lejanía. El acto fotográfico ficcionaliza la tragedia, la desrealiza, adquiere un nuevo estatuto que no puede ser equiparado al que tiene la visión directa de las cosas. Las imágenes de Darío Villalba, como las de algunos otros artistas plásticos que utilizan estos soportes, no banaliza la imagen, sino que vuelve a la realidad de manera metafórica. Al poner de manifiesto el carácter de imagen de tal o cual rostro, está haciendo de ese rostro, paradójicamente, algo más que una imagen. Esa recuperación de lo "presencial" sólo puede conseguirse a través del arte. Con ello se puentea el problema de la referencia para ver más allá de la imagen. Y eso es algo que sólo puede conseguir el espectador a través de un artista que actúa como espectador. Se trata, por tanto, de una cuestión receptiva.

Los encapsulados podrían interpretarse como el titánico esfuerzo por trascender la superficie y devolver a la imagen un calado que en su bidimensionalidad, en sus tramas o en su satinado, parece haber desaparecido. El brillo del papel impide penetrar la imagen y los ojos resbalan por esa humedad falsa. El desgarro interior de una escena o un gesto humano no siempre trasciende su superficie, el plano informativo que se le asigna. Darío Villalba, desde sus documentos básicos, genera superficies sobre las que la pintura se asienta como un nuevo relieve. La búsqueda de profundidad, ya sea a través del accidente, a través de la mancha o del recorte de los contornos y de la conversión en objeto, a través en definitiva de todo ese tratamiento intensivo, no hace sino troquelar y describir nuestra experiencia “encapsulada” de la imagen. Todo es superficie, aparición...

Darío Villalba está fotografiando de continuo, viendo la realidad quieta cuando todo está en movimiento, congelando internamente los instantes. Cuando la fotografía se instala en la visión misma de las cosas es que ha perdido su carácter de medio con unas determinaciones técnicas propias. Se transforma en bisturí directo de la mirada, se convierte en experiencia. La cámara réflex de pequeño formato se transforma en gesto y, con ello, en pintura. Hay una perfecta identidad entre fotografía y pintura a partir de un mismo soporte universal: la congelación y la instantaneidad de la visión. Una visión ya convertida en emblema, simbólica desde su nacimiento.

Darío Villalba recubre el suelo de su estudio con los documentos básicos, con cientos de fotografías en las que el ojo parece obsesionarse con una determinada gama de detalles, de minucias amplificadas. Su exploración artística es una micrología, es el intento de internarse en la textura íntima de la imagen fotográfica. En toda su obra hay una fijación en el detalle, en la monstruosa amplificación del accidente mínimo. Los recintos de su pintura, estos papeles emulsionados de 18 x 24 centímetros, se suceden con alguna mecánica. Probablemente, en la visión con la que recorre este panorama, se transparenta esa entraña laminada de la fotografía, el intersticio mínimo de su superficie. Ese núcleo se traducirá en pintura, o en la inflación de los encapsulados. Su obra germina a partir del acto primigenio de la mirada.


5 El párrafo al que nos referimos más concretamente es el siguiente: «Se han dado muchas lecturas de estas esculturas. Todas parten de un hecho que considero problemático: el de tomar esta cápsula como algo que limita, que manifiesta la vulnerabilidad y problematicidad –el encierro– del ser que vemos en su interior. Problemático, no solamente porque me interese más el proceso inverso –la mirada inversa–, sino porque de esta manera se está considerando la fotografía como documento de un ser humano o de una actitud psicológica, pero no como pintura. Incluso se la está descargando de todas las connotaciones anti-pop que son más que evidentes. Me parece más probable, a la luz no sólo de la posterior evolución de su obra sino incluso de sus propias palabras, que la fotografía se constituyera en estos encapsulados como metáfora de la proyección del plástico. Plástico y fotografía no son sino las dos partes visibles de un mismo problema. Son identidades, o, por decirlo de una manera más clara, la fotografía se constituye como el interior del plástico, como aquello que manifestándose en el interior extremo, pero también visible, no es sino lo público. Es en esta decisión de asumir sin reservas la condición de la fotografía como necesario acto público, donde se encuentra la radicalidad de Villalba, pero siempre siendo consciente de que ha partido de una profunda reflexión pictórica sobre ese exterior como interior, es decir, como anti-fotografía.» GARCÍA HERNÁNDEZ, M. A., “La mirada de la gorgona”, en IVAM, 1994, op. cit., p. 24.

 
   
   
   
 
 
  © Víctor del Río 2010